La buena comunicación en atención a la salud
Una de las paradojas de nuestro tiempo es que en la era de las comunicaciones, con todo tipo de tecnologías a su servicio, la calidad de la comunicación entre las personas no está ni mucho menos en su mejor momento, y eso ha afectado y de qué manera al ámbito de la salud. Cuando se habla, y con razón, de la deshumanización de la medicina, en realidad se está hablando del deterioro de la comunicación entre los profesionales sanitarios (especialmente los médicos) y las personas que atienden, fenómeno facilitado por el progreso científico y las sofisticadas herramientas diagnósticas que han alejado a unos de otros. No es que los profesionales sean menos humanos, es que sencillamente, en muchos casos, se comunican fatal con los enfermos y sus familias, a menudo sin darse ni cuenta. Pero en las relaciones humanas, y más aún en relaciones de ayuda, la buena comunicación es un elemento esencial, determinante. No es prescindible. Ni evitable. Comunicamos siempre, queramos o no. Si lo hacemos bien, producimos un efecto terapéutico beneficioso. Si lo hacemos mal, podemos causar daños. Comunicar no es informar. No es hablar. Es mucho más que eso. Es poner nuestra propia persona en su rol de profesional, pero persona al fin y al cabo, al servicio del otro para, desde la naturalidad, la honestidad, la autenticidad, hacerle llegar el mensaje de que realmente estamos ahí para ayudarle. De ese modo, no solo nuestras palabras, sino nuestros gestos, nuestra mirada, nuestra voz, nuestros silencios, transmitirán y comunicarán de verdad. Comunicar es asegurarse de que el paciente o los familiares han comprendido lo que les hemos explicado, y eso requiere verificar, con paciencia, y con lenguaje asequible, que el mensaje ha llegado realmente a su destino. Si no nos preocupamos de saber si nos han entendido, si nos damos por satisfechos con cumplir el expediente informativo, nos limitamos a recitar monólogos que no ayudan a nadie. Cuando comunicamos desde nuestra propia persona, lo que decimos sale de nuestro interior, y eso es percibido por el paciente y/o familiar, que siente que de verdad nos importa lo que le sucede. Ahí empieza la confianza, y se dispara el potencial terapéutico. Así se humaniza la salud.